¿Para qué escribo? Para contar mi historia, una más entre tantas historias de madres, pero no una cualquiera porque es la que me toca. Para contactar madres o padres de la blogósfera, cual botella al mar. Para mantener mi escritura activa. Para registrar momentos mientras mis chiquitos crecen vertiginosamente rápido.

domingo, 29 de abril de 2018

Homenaje a mi animal preferido

Hoy, que en Argentina celebramos el Día del Animal, quiero escribir un poco acerca de Fiona. Esta gata llegó a mi vida cuando yo tenía 24 años, o sea que si me pongo a sacar cuentas, ya he compartido con ella nada menos que ¡un tercio de mi vida! Y qué tercio: la pobre se ha bancado cinco mudanzas, un marido y dos hijos. Cuando mis amigos me preguntan por qué no tengo más gatos, siempre respondo lo mismo "algún día adoptaré dos juntos, pero por ahora quiero que Fiona viva su vejez en paz".

Yo desde chica siempre había soñado con tener un perro. Mi mamá, con su fobia a los animales en general y a los perros en particular, solamente pudo permitirme una tortuga de agua y un canario. Por eso, mi niñez y adolescencia me las pasé añorando el día en que pudiera tener las mascotas que yo quisiera. Cuando me fui a vivir sola, en cuanto terminé de vaciar las cajas con mis cosas, lo primero que hice fue recorrer veterinarias buscando gatitos en adopción. Para ese entonces me había resignado a que el perrito necesita más compañía y atención que un gato, y yo que en aquella época pasaba buena parte del día entre el trabajo y la facultad, no quería dejarlo encerrado llorando.
Y qué bien que hice. Un gato es un ser independiente, que te pide un poco de afecto y que requiere sus cuidados, pero que básicamente está ahí, compartiendo tu espacio, no reclamando tu atención. Ahora la que me pide perro es Dani y yo la que le dice que no. Y es que, para demanda, ya tengo bastante con mis dos nenes, me encanta que Fiona se las arregle tan bien sola. En algo me equivoqué sin embargo: un gato no puede clasificarse como mascota. Es alguien más de la casa, de la familia.
Siempre cuento que no la elegí a Fiona, que nos elegimos mutuamente. Llegó ese sábado en una canasta, con tres meses y pico, junto con otras dos gatitas que trajo una proteccionista. Mientras la primera y la tercera gatita se escondieron debajo de mi cama en cuanto las sacaron, esta gatita de pelo largo y rayas grises se quedó en mis brazos, se puso a jugar con una cadenita que yo tenía en el cuello y enseguida estaba ronroneando. "Sos vos", le dije. No me cabía ninguna duda.

A Dani siempre la miró de lejos.
Pocos años después, cuando con Papi Reloaded nos fuimos a vivir juntos, él ya quería a Fiona y ya se ocupaba de ella tanto -o más- que yo. Ella fue muy feliz esos años con nosotros, en un departamento más grande del que había conocido, con más mimos y compañía que antes. Pero los tiempos de paz no son eternos. Y bueno, después llegó el terremoto, o sea, el bebé: desde que trajimos a Dani, Fiona hizo mutis por el foro y estuvo bastante desaparecida. Se pasaba los días bajo la cama, o lejos de donde quiera que estuviese la bebita (y, por lo tanto, lejos de nosotros también). De todas maneras no me siento culpable: el veterinario de Fiona siempre destacó nuestro mérito en conservarla, porque nos contó que muchas parejas "practican" con sus mascotas pero renuncian a ellas cuando nace un bebé. Para nosotros no fue nunca una opción, como tampoco nos planteamos renunciar a nuestra primera hija cuando nació el chiquito.
"¿Y ahora, otro?"
Dani la vivía torturando a la pobre "Lai", como la bautizó. Le tiraba almohadones, la corría por todos casos, le tiraba de la cola... y cuando la nena creció un poco y empezó a tratarla un poco mejor, llegó Quiqui, que está fascinado por la gata y también hace su despliegue de ternuritas, como meterle el dedo en el ojo o golpearla como si fuese un tambor... y ella se lo sigue fumando y nunca lo arañó, a lo sumo le hace un bufido o un correctivo con la pata pero sin sacar las garras.
Cuando los chicos se duermen, a la noche, Fiona se viene con nosotros y comparte ratos viendo series en Netflix y recibiendo los mimos que, a esa hora sí, son solo para ella.

¡Feliz día, Fioni!!!

domingo, 1 de abril de 2018

Mis problemas con la edad bisagra

Mi hijo menor, con un año y medio, ha dejado atrás la etapa del bebito indefenso sin entrar aún en la del nene independiente que vaya al baño solo, se quede a dormir en lo de los abuelos y haga planes en casa de amigos. Está terrible. Todavía no habla y hace tremendos berrinches cuando no consigue hacerse entender -pocas veces- o cuando sí se hace entender pero no consigue lo que quiere -muchas, muchas veces. No tiene la más mínima noción del peligro, lo que me hace tener que vigilarlo permanentemente. A veces, tampoco esto sirve para nada. Como cuando delante de mí se paró en una silla y en una fracción de segundo, se apoyó en el respaldo y se fue de cara al suelo. Ojo ensangrentado, guardia de urgencias, taquicardia (mía). Dos semanas después, yo todavía tenía pánico de sacarlo a jugar a la plaza.
Un segundo de descuido y...
No la estoy pasando bien. A veces siento que me quedo sin resto. Que no doy más. Que quiero que crezca de una maldita vez. Que hable, y no como un Pokemon. Que entienda que la ley de gravedad se cumple indefectiblemente. Que las cosas calientes lastiman, que las cosas puntiagudas pinchan. Que las cosas filosas, ¿a que no saben? sí, cortan. Y que mamá no siempre tiene tiempo ni ganas de hacerle upa.

Me siento muy egoísta. Pero extraño mucho, muchísimo, mi independencia. Poder salir sola con mi marido, poder ir al cine... Igual tengo que admitir que bastantes cosas mejoraron de un tiempo a esta parte. Por ejemplo, algunas noches el gordo consigue dormirse de corrido, y en su habitación, durante 8 o 9 horas. Eso es una mejora drástica comparada con los meses y meses de dormir en tandas de una hora y media o dos. 

Está clarísimo. El problema no es Quiqui. Quiqui es un saludable nene de casi un año y medio, está pegote y demandante, no sabe jugar solo aún, y lo que le pasa es completamente normal. Lo peor es que YO no me soporto. No me gusto como madre. No me gusto para nada en esta etapa. Me siento una porquería. Pierdo la paciencia con facilidad, a veces le grito, y siempre termino sintiéndome fatal. Y no es la primera vez. Me pasó algo muy parecido con Dani cuando ella tenía esta edad bisagra. Evidentemente, no soy buena con los chicos chiquitos. Puedo criar a un bebé de teta, y me llevo bárbaro con una nena en edad preescolar que conversa, hace preguntas y juega juegos de mesa. Me cuesta demasiado sobrellevar el día a día con un enano kamikaze que todavía carece del más mínimo autocontrol. Pero, ¿quién debería poder lidiar con la situación, mi hijo o yo? 
Lo sé: le estoy fallando. Estoy fallando.

Todos me dicen que hay que disfrutar de cada momento de la infancia de nuestr@s hij@s, que se pasa demasiado rápido. Y lo estoy viviendo en carne propia con Dani, que ahora que va doble turno al cole pasa más tiempo fuera de casa que en ella. ¿Por qué no puedo aprender de mi propia experiencia esta vez? ¿Por qué no me sale aprovechar esta época de la vida de mi chiquito, disfrutar de sus últimos balbuceos y de sus aprendizajes? ¿Por qué tampoco para esto me sirve ser una mami reloaded?