¿Para qué escribo? Para contar mi historia, una más entre tantas historias de madres, pero no una cualquiera porque es la que me toca. Para contactar madres o padres de la blogósfera, cual botella al mar. Para mantener mi escritura activa. Para registrar momentos mientras mis chiquitos crecen vertiginosamente rápido.

jueves, 27 de septiembre de 2018

Colecho sí, colecho no...

Suelo decirle a Dani que ella me enseñó a ser mamá. Y le doy las gracias. Son muchísimas las experiencias que capitalizo de mi primera maternidad y que me enriquecen, me hacen mejor persona y me ayudan a crecer. Pero no solamente aprendo de las cosas que hago bien, sino también de los errores -por eso sostengo que ser mamá de dos me ha hecho mejor mamá, que desde que tengo a Quiqui siento que Dani también se ha beneficiado.
Tengo mil versiones de esta foto con el gordo.
Mi segunda maternidad viene siendo más relajada, más tranquila (no siempre, pero bueno, si miramos el panorama, me entienden...). Dos cosas que me cambiaron para bien siendo mamá del gordo fueron el porteo y el colecho. De lo primero tal vez hablaré en otra ocasión, fue hermoso aunque breve. El colecho es algo que todavía practicamos, aunque ahora de forma ocasional.

En mi infancia, no recuerdo haber dormido una sola noche en la cama de mis padres. Ni siquiera cuando se separaron y mamá se quedó sola con nostras chiquitas. Ella siempre sostuvo que el dormitorio de los grandes era para los grandes, y el de los chicos, para los chicos. Tal vez haya sido un poco rígida mi mamá en ese aspecto, pero no era en absoluto la única que pensaba así: hasta hace pocos años, el colecho estaba mal visto en general.  Era algo que sucedía, pero que se guardaba en secreto. Todavía recuerdo cuando para una materia de la facultad me tocó analizar esta nota periodística que hoy, varios años después de Carlos González, Rosa Jové y otros defensores que instauraron la crianza con apego, parece de la prehistoria.
Una de las pocas que tengo colechando con Dani.
Posiblemente por mi propia experiencia infantil, cuando Dani nació creí tener bien en claro que ella debía dormir en su propio moisés, y lo antes posible, en su propio cuarto. La única concesión que hice fue con las siestas: obvio, como cualquier bebé, ¡ella quería dormir con su mamá! Por las tardes, si no era a upa, no dormía. Por las noches, fue una lucha conseguir que conciliara el sueño sola -si bien tengo el consuelo de pensar que nunca usamos el terrible método Estivill ni la dejamos llorando. Cuando, con dos añitos y medio, se pasaba a nuestra cama, con paciencia la llevábamos de nuevo a su cuarto. Las pocas noches que pasé con ella fueron cuando estaba con ataques de tos, y nadie me quita de la cabeza que hay algo psicológico en este mecanismo. Todavía hoy, con cinco años y medio, cuando tiene uno de esos ataques el mejor remedio es irme a dormir con ella (aunque ya casi no quepo en su cama y Dani misma me reconoce que está incómoda).
Con Quiqui, todo fue diferente. Para empezar, ya en la maternidad donde nació me alentaron a que le permitiera dormir boca abajo sobre mi pecho (el único lugar donde es seguro que un bebé recién nacido duerma en esa posición). "¿Por qué insistís en dejarlo en la cuna? Lo natural es que quiera dormirse pegado a vos", me dijo una enfermera, que no se habrá imaginado que me estaba cambiando la cabeza y dando un giro de 180º a mis noches de puerperio. Y así fue como con Papi Reloaded nos resignamos a compartir no solo el cuarto, sino muchas noches, también la cama. Y obvio, se hizo costumbre.
Siesta de hermanos, ¿adivinen en qué cama?
No sé si "abrazamos el colecho con entusiasmo" sería la expresión más acertada. Yo hablaría más bien de una dulce resignación a tener al "intruso" por lo menos media noche hecho una pelotita entre los dos. Llegó un punto en que volverlo a pasar a su cuna era arriesgarse a que el llanto despertara a la hermanita mayor, que también tenía que madrugar a la mañana siguiente. Decidimos que iba a ser más fácil para todos dejarse llevar.

Hace unos pocos meses, le compramos al gordo su cama. La cuna ya le estaba quedando chica. Y ahora, que está por cumplir dos años, muchas noches ya las duerme de corrido. Nos despertamos por la mañana con el despertador, no con sus patadas ni sus manitos en la cara. Y ¿qué quieren que les diga? Está bueno, pero un poco también lo extraño. Me alegro mucho de haber podido vivir esta experiencia de colecho sin culpa, de disfrutar también de la protección brindada a mi cachorro, de dormirme con su cabecita sobre mi brazo, de escucharlo respirar sereno.

A aquellos que estén pensando en dormir con sus bebés, les recomiendo, primero, que les presten atención a las recomendaciones para el colecho seguro, y segundo, que lean este hermoso artículo en Babycenter. ¡Y felices sueños a todos!

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Prefiero dar las gracias

A Quiquito, gracias por darme esta segunda oportunidad de maternar, por haberme convertido en una mamá mucho más relajada, que logra conectarse, disfrutar más y enojarse menos (aunque a veces igual pierda la paciencia). Gracias por tu sonrisa casi permanente, por tus dotes actorales que te hacen poner cara de loco, de enojado y hacerte el lindo, todo casi al mismo tiempo. Gracias te doy por tus largas siestas de tres horas que me permiten trabajar, descansar y ver BoJack Horseman mientras almuerzo. Gracias por tus "halaaa" cuando hablás por teléfono -de verdad o jugando. Gracias por tus canciones monosilábicas y por tu media lengua. Gracias por tus ojitos gigantes de animé que se abren con entusiasmo ante trenes, ambulancias, camiones ("¡MMamomm!") y demás parque automotor. Gracias por acariciar mi cara cuando estás dormido al lado mío. Y gracias por tu ternura.
A Dani, gracias por ser mi compañerita incondicional. Por haberme enseñado a ser mamá y -pobre- haber sido tantas veces mi conejilla de Indias y haber heredado mi ansiedad. Gracias por tus dibujos al estilo Jackson Pollock y por tus canciones en inglés con una fonética impecable (aunque no se te entienda). Gracias por las tardes en las que te tirás en mi cama con tus libritos y hacemos "fiesta de leer". Gracias por nuestro sueño compartido de viajar a Japón, y dejar a los varones comiendo pizza en calzoncillos. Gracias por tu valentía y tu inmensa sensibilidad. Gracias por tus preguntas interminables y por siempre escuchar las respuestas que intento darles. Gracias por tus abrazos y tu carita de cachorro, o de cobayo nauseoso cuando me querés pedir algo. Y gracias por tu rebeldía y tus enojos, porque también me enseñan.
A Javi, Papi Reloaded, gracias por estar acá en todas. Gracias por haberme elegido, por habernos elegido, hace casi 15 años cuando éramos dos pendejos casi sin responsabilidades y con todo por aprender. Y por seguir eligiéndome ahora. Gracias por tus miradas seductoras y por las caricias en mis manos. Gracias por tu sentido del humor y tu cara de piedra cuando me decís algo que sabés que me va a hacer reír. Gracias por insistirme para que me tome un rato para mí, para ir a la pileta o para salir con una amiga. Gracias por tu música, y también por toda la música que me hacés escuchar. Gracias por aceptarme como soy y por ayudarme a quererme a mí misma. Gracias por escucharme y valorar lo que tengo para ofrecerte. Y gracias, nunca está de más decirlo, gracias por haberme dado a nuestros dos herederos.

Vengo pasando por un período raro, de transición. De cuestionarme qué es lo que quiero para mi carrera, para mi familia, qué es lo que me puedo permitir soñar en un contexto político y económico tan adverso como el que le toca pasar a mi país. 
Estoy con la ansiedad a flor de piel y no son pocas las taquicardias ni las noches de insomnio. 
Y en esos momentos, trato de volver a enfocarme en lo importante, en estas tres personas que tengo cerca. Ellos son los que me hacen la diferencia, que me demuestran que sigue valiendo la pena pelearla día a día. Y por eso hoy quiero quejarme menos. Y prefiero darles las gracias. 

lunes, 3 de septiembre de 2018

Redescubrir(se)

Que una semana después lo pierdas
en el supermercado es otra historia.
Una tarde agarrás las agujas de tejer, que tanto te ayudan a tranquilizarte y bajar revoluciones, y le das forma, no a una bufanda para tus nenes o para Papi Reloaded, ni siquiera para tu mamá, tu mejor amiga o tu hermana (cada uno tiene ya la suya) sino a un gorrito para vos, que encima te sale bárbaro y te queda pintado.

Mi tin whistle.
Leyendo un libro sobre música, descubrís que existe un instrumento llamado tin whistle que es relativamente barato y fácil de aprender. Te pica el bichito. ¿Por qué no? Te comprás uno y empezás a aprender a tocarlo con tutoriales de Internet. No tenés más de 15 o 20 minutos diarios de práctica, pero te entusiasma y, con constancia, en pocas semanas aprendés las primeras tonadas.

Yendo a entrenar, descubrís que en el rato que hace un año a duras penas llegabas a nadar 1000 metros, estás haciendo 1500 o 1600. No solo eso, sino que también te invita un profe a una clase de entrenamiento intensivo en la pileta y, si bien terminás agotada, la sobrellevás con dignidad.

Comprás, dos, tres libros.
¡Uno solo sobre maternidad!
Tu mamá te sugiere compartir una tarde de sábado, no llevando juntas a tus hijos a un bar con juegos infantiles, sino yendo las dos solas a recorrer una feria de editores independiente de tu ciudad. Y fantaseás con retomar la escritura creativa, incluso con publicar algo alguna vez. Te llenás de direcciones útiles y pocos días después, te animás a escribirle a una editora que conociste.

Una noche cualquiera te encontrás yendo al teatro con una amiga que te hiciste en el trabajo. Ven una obra rara que les vuela la cabeza, la comentan a la salida. En casa, tu marido se ocupa de que los chicos estén bien bañados, cenados y dormidos para cuando llegás a casa, y te espera con un plato caliente que comés con gusto frente a la tele.

Una mañana, en la plaza del barrio donde siempre llevás a tus hijos a jugar están dando un curso gratuito de RCP. Decidís tomarte un rato para hacerlo, una vez más turnándote con el padre para cuidar a los chicos, y salís del mismo sintiéndote que tendrías que haberlo hecho hace mucho tiempo.
Y no solo porque sos mamá sino porque te pasás
el día rodeada de otras personas que también respiran.
Una semana laboralmente lenta, decidís invertir ese tiempo en actualizar tu currículum y abrirte un perfil laboral en una red social. De paso, te registrás en cuanto portal de trabajo freelance se te ocurre. Y revisás por primera vez en años tu producción, pensando en armar un portfolio para vender tus servicios de redacción freelance con todo el material que ya tenés. Todo eso, mientras tu hijo duerme la siesta. En pocos días, conseguís nuevos contactos y lo que podría ser al menos, una punta de trabajo nueva.

Esa misma semana recibís, como todas las semanas, correos electrónicos invitándote a actividades académicas. En lugar de mandarlos directamente a la papelera de reciclaje, los mirás. Encontrás una invitación a un debate sobre lenguaje inclusivo en el Instituto de Lingüística que alguna vez supiste frecuentar. Y te proponés asistir. Y vas. Y tomás apuntes. Y recordás el placer que era aprender algo nuevo, seguir el razonamiento de otras personas, con el que podés estar de acuerdo o no, pero que definitivamente te hace pensar. Recordás mandar un mensaje a casa para avisar que vas a llegar a la hora de la cena. Y está todo bien. 

Con cosas así, te das cuenta de que tu hijo menor ya pronto va a cumplir dos años. Y que si bien ser mamá sigue siendo esencial en tu vida y que es uno de los roles que más te gusta desempeñar, no es el único. Que cada día más, podés darte el permiso de reencontrarte con quien eras antes, con tus espacios propios. Y de encontrar otros nuevos.

Hay tiempo para todo. Tal vez sea poco. Pero está bueno aprovecharlo.