¿Para qué escribo? Para contar mi historia, una más entre tantas historias de madres, pero no una cualquiera porque es la que me toca. Para contactar madres o padres de la blogósfera, cual botella al mar. Para mantener mi escritura activa. Para registrar momentos mientras mis chiquitos crecen vertiginosamente rápido.

martes, 26 de marzo de 2019

Cielo e infierno de las siestas

Las siestas de los chicos, ¡qué tema! Yo siento que con solo dos hijos, me tocó atravesar experiencias opuestas.

Algunas veces imagino que tengo la posibilidad de viajar en el tiempo, encontrarme con aquella que fui hace apenas cinco o seis años, la que era solamente mamá de Dani, y que nos tomamos un café juntas. La de cosas que le podría decir. La de cosas que me hubiera gustado escuchar o saber por aquel entonces... Me costó mucho, muchísimo, ser madre primeriza. Si ahora todavía hay días en los que estoy bajoneada y me digo que no vale la pena escribir un blog de maternidad, que como madre me siento una farsa (después se me pasa), en aquella época directamente sufrí una -leve- depresión postparto y me sentía inútil por completo.

Mi hija mayor fue, desde chiquita, una beba de mal dormir. Le costaba muchísimo quedarse dormida, la despertaba cualquier sonido, jamás respetó las tablitas indicadoras de cantidad de horas de sueño (¿un recién nacido de verdad duerme 18 horas diarias? Dani creo que no llegaba a las 13 ni siquiera sumando los  quichicientos pedacitos de 15 o 30 minutos a lo largo de la jornada...). Y para mí, que siempre fui dormilona, la privación de sueño se convirtió en una verdadera tortura, psicológica y también física. Bajé mucho de peso, me asaltaban toda clase de pensamientos negativos, literalmente me preguntaba qué me había llevado a convertirme en madre si era algo tan terrible para mi organismo... En retrospectiva no sé si mi cuadro llegó a ser depresión, o si se trató pura y sencillamente de agotamiento.
Uno de mis momentos diarios más sufridos era la hora de la siesta de la gordita. Yo sabía que ella tenía que dormir porque la notaba totalmente irritable, se refregaba los ojos, pero no había manera de calmarla. Se desvelaba ella misma con su llanto, no se dormía ni a la teta, ni con canciones, ni meciéndola. Finalmente caía rendida después de, a veces, dos horas seguidas intentando ponerla a dormir. A la media hora exacta, abría los ojos y seguía llorando... Yo no tenía manera de sentarme a trabajar o preparar una comida, o descansar unos minutos, durante sus siestas. Y al día de hoy, no sé si éramos nosotros los que alterábamos su sueño paradójicamente, o si ella naturalmente era de dormir menos y nosotros no podíamos aceptarlo. Si llegábamos a estar fuera de casa a la hora de la siesta, no solo no dormía, sino que se ponía más fastidiosa. Y en aquella época no teníamos auto para que aunque sea cabeceara en el viaje. Así se fue pasando su primer año. 
Dani a los dos años y medio:
"¿'Ma qué siesta ni qué ocho cuartos? ¡A mí déjenme jugar!"
A medida que creció, conseguimos que con una estricta rutina durmiera una hora, una hora y media durante algunas tardes (nunca todas). Y ya desde los tres años y medio dejó la siesta por completo, lo que por otra parte implicó que comenzara a dormir mejor de noche. Hoy en día es una nena de seis años sana y muy despierta, que solo duerme siesta si se enferma y que hace noches bastante cortas, pero en general ininterrumpidas. Dani es así: hoy prefiero verla como es y no esforzarme por cambiarla. Es maravilloso ver cómo ella sola arma juegos, se entretiene con lecturas o dibujos, y nos deja descansar también a sus papás los fines de semana.

Y bueno, si la MamiReloaded que soy hoy pudiera encontrarse con esa pobre madre privada de sueño, me encantaría contarle que cuando sea mamá por segunda vez, las siestas de su hijo menor van a ser una auténtica bendición. Quiqui es un gran dormilón (si bien a la mañana madruga mucho). No solamente se queda dormido con facilidad, sino que él mismo se da cuenta de cuando tiene sueño, acepta las siestas de buen grado y tira dos horas seguidas ¡o más si lo dejamos! De bebito se quedaba dormido en mi pecho todas las tardes, y ya más grande me deja libres estas horas que dedico sobre todo a escribir, escribir, escribir... Sus siestas son la mejor niñera que tengo.
Una de mis postales de maternidad preferidas.
Pero no solo eso. No disfruto solamente descansar de su energía y su movimiento por un par de horas. También me parece enormemente placentero el momento de acostarlo a dormir. Tenemos nuestra rutina, que es casi sagrada. Salvo que justo yo esté fuera de casa por algún motivo, siempre lo duermo yo. Y lo hago así: después del almuerzo saludamos a los juguetes, bajo la persiana de su cuarto, nos metemos en su camita a leer un cuento (últimamente siempre me pide el mismo). Después, nos damos un beso y un abrazo, le digo "ahora, a dormir", se acuesta al lado mío y en pocos minutos lo escucho respirar de manera acompasada. Hay veces que yo también dormito unos minutos abrazada a mi chiquito antes de levantarme y seguir con mi rutina de redactora freelance.
Si no estamos en casa, duerme un ratito casi en cualquier lado. Si un día muy especial llegamos a hacer planes y se saltea olímpicamente la siesta, por un día no le pasa nada. Y la mayor parte de las tardes que sí pasamos en casa y sí duerme como un angelito, cuando finalmente se despierta, en general lo hace de buen ánimo ¡porque él es así!
Quiqui tiene dos años y medio. Ya sé que no le queda tanto tiempo de siestas, seguramente (aunque espero que las sostenga hasta los 4 o 5 años, por lo menos, no como su hermanita mayor). Esta época la voy a atesorar toda la vida como nuestro tiempo dorado de siestas compartidas, de cuentos, de mimos. Amo la hora de su siesta. Quién lo hubiera dicho.

¿Duermen la siesta sus hijos? ¿Hasta qué edad lo hicieron si ya la dejaron?

lunes, 25 de marzo de 2019

Salir a flote

Mmmh... ¿Demasiado literal?
A mi familia y a mí nos toca atravesar un tiempo de cambios. Muchas de estas transformaciones son positivas, tienen que ver con el paso del tiempo y el crecimiento de mis hijos. Algunas resultan dolorosas. Pero todas ellas, todos los cambios, a mí siempre me han costado mucho. Soy una persona estructurada y que se tambalea con facilidad. Tal vez por eso este verano que pasó fue para mí un punto de inflexión en muchos sentidos, una crisis existencial (¿ya cuenta como crisis de la mitad de la vida a los 37 años?) de la que recién ahora siento que empiezo a salir.
Mis hijos empiezan una etapa nueva. Dani comenzó primer grado, con muchísimo entusiasmo y alegría (¡qué bueno!), sigue yendo doble turno y está feliz aunque cansada. Y Quiqui dejó atrás aquel jardín maternal donde tanto me costó enviarlo al principio y donde lo cuidaron muy bien, para comenzar el jardín de infantes en una larga -y si me preguntan a mí, bastante innecesaria- adaptación. Están más grandes los dos. Definitivamente ya no tenemos bebés en casa. Si bien a media lengua, hasta Quiqui conversa con nosotros, nos cuenta historias y "lee" sus libros. Y si bien yo disfruto muchísimo de verlos crecer, es inevitable que de a ratos me invada una pequeña nostalgia por esas épocas que pasaron y que ya no van a volver.

En lo laboral, estoy emprendiendo nuevas búsquedas. Me acordé de que alguna vez fui a la uiniversidad y obtuve mi título de Letras, y me gustaría volver a pasar por congresos y otros cursos. Quiero seguir aprendiendo. Quiero crecer profesionalmente. Pero por ahora, no vengo teniendo novedades. Solo sigo lanzando propuestas y esperando que alguna dé resultados.

En fin, que por un tiempo creí que este blog naufragaba indefectiblemente. Pasé por una crisis personal muy profunda, creo que aún la estoy atravesando, pero empecé a salir. Vengo buscando(me). Vengo lanzando botellas al mar, esperando que la marea me devuelva otra cosa, algo que todavía no sé qué podrá ser. Vengo preguntándome muchas cosas, y respondiendo como puedo. 

Y hoy es un momento tan bueno como cualquier otro para retomar la escritura. 
Otra botella al mar, esperando que alguien la recoja, tal vez en algún tiempo, en una playa muy lejana.