¿Para qué escribo? Para contar mi historia, una más entre tantas historias de madres, pero no una cualquiera porque es la que me toca. Para contactar madres o padres de la blogósfera, cual botella al mar. Para mantener mi escritura activa. Para registrar momentos mientras mis chiquitos crecen vertiginosamente rápido.

martes, 9 de julio de 2019

Escribir

Hace varios meses que este blog de maternidad quedó entre paréntesis (no, claro que en la maternidad no hay paréntesis, pero en la escritura...). Y yo ni siquiera diría que me he tomado un tiempo sin escribir. Que no publique acá no quiere decir que no esté escribiendo, así como no significa que no esté maternando como antes.
Lo cierto es que estoy escribiendo más que nunca. En paralelo a mi tarea docente sigo dedicándome a la redacción freelance que también me lleva bastante tiempo. Es un trabajo que he logrado armarme por mis propios medios, que me divierte y al que le dedico mis tardes, que nos lleva de vacaciones a toda la familia o nos permite darnos algunos pequeños gustos. Pero que no me llena, digamos, espiritualmente hablando. Conversando con uno de mis amigos hace unos días le contaba que me siento como un músico sesionista, que sigue partituras a primera vista, que ejecuta con destreza su instrumento y que logra interpretar lo que le piden. Pero que extraño improvisar, tocar mis piezas favoritas y, sobre todo, componer. Desde hace años tenía ganas de retomar la escritura creativa, y hace unos meses, con ayuda de la MasterClass de Neil Gaiman, de mis amigos -con varios de los cuales comparto el gusto por escribir- y, por qué no, de mi terapia, estoy comenzando a desarrollar un proyecto propio. 
Por eso vengo menos por acá. No quiere decir que se terminen mis historias de MamiReloaded. Mis hijos siguen creciendo, mi maternidad sigue cambiando constantemente. Pero así como mis hijos están lo suficientemente grandes como para jugar solos algunos ratos y hacer planes con abuelos o compañeritos de escuela, también yo como madre me siento un poco más segura, no me aterro tanto con cada enfermedad ni con cada nuevo desafío, soporto con entereza (y algo de maquillaje) las ocasionales noches de insomnio, he recuperado algunas salidas a solas con PapiReloaded y los buenos ratos en compañía de mis amigos, y también me puedo permitir más espacios propios (incluso con los chicos acá al lado mío mientras tecleo) al no estar cien por ciento del tiempo pendiente de ellos, ni de mi propio yo-madre. Puedo encontrarme con mi yo, a secas. Y darle voz a mi yo-escritora. Lo venía necesitando.

lunes, 29 de abril de 2019

Mis motivos para comer menos carne

Fideos caseros con filetto
Hace algunos meses me tocó pasar unas vacaciones muy complicadas. El litoral argentino estaba inundado, a tal punto que las hermosas playas que queríamos visitar en Colón estaban bajo el agua. Y como ocurre cuando me topo de frente con fenómenos climáticos, siempre se me da por pensar en la tragedia medioambiental que nos toca vivir, de la que los seres humanos somos responsables. Y preguntarme por qué hacemos las cosas tan mal. Y qué futuro les espera a nuestros hijos. Y qué estoy haciendo yo, hoy, para cambiar la realidad. Y todas las respuestas me deprimieron un poco.
Croquetas de coliflor
y queso vegano de garbanzos
Uno de esos días sin playa, se nos dio por ir a visitar una granja muy linda, parecía salida de un libro de cuentos. Los animales pastaban al aire libre, se los podía alimentar y acariciar. Me dije: "claro, si yo supiera que lo que comemos sale de acá, que la vaca que compro en la carnicería fue criada respirando aire puro, y disfrutando del sol y del pasto hasta que le tocó morir, no sería para tanto". Pero no podía apartar de mi mente la inundación que nos rodeaba: arrasar con las tierras para criar ganado es una práctica comun en Argentina y en otros lugares. Las vacas subsisten amontonadas, reciben antibióticos de todo tipo, comen alimentos sintéticos... También las gallinas tienen una vida terrible, apelotonadas en criaderos espantosos... Yo todo esto ya lo sabía. Pero recién en ese momento me cayó la ficha: no quiero contribuir a esta realidad terrible. 
Picadita vegetariana
Tal vez no estoy todavía en condiciones -sociales, culturales, de salud, lo que sea- de dejar por completo de consumir carne. Sí puedo poner mi voluntad en reducir drásticamente ese consumo. Y para eso, me propuse, en lugar de dejar comidas, puedo comenzar por incorporar otras. "Esa va a ser mi resolución", me dije, hace ya tres meses y medio. Y puse manos a la obra. ¡Por suerte me encanta cocinar! Desde entonces, incorporé a mi dieta legumbres -varias veces por semana-, más verduras (coliflor, repollitos de Bruselas), frutos secos (ideales para la merienda), tofu, hamburguesas veganas... ¡Y no las padezco, las disfruto! 

Croquetas de acelga
con ensalada de quinoa
Pero eso no es todo. Tengo que admitir que, si bien al principio tuve mis dudas, en ningún momento sentí que reducir la carne fuera un sacrificio. En realidad, me viene resultando sorprendentemente fácil. Estoy más delgada, con más energía. Si a estos cambios le agrego que retomé yoga, no es de extrañar que me sienta mejor. A esta altura, ya no es algo que haga solo por el impacto ambiental sino principalmente por el efecto que tiene en mi propio organismo, en mi salud y en mi bienestar. 
Fideos salteados
con verdura
Cuando le conté a mi mamáde mi decisión de comer menos carne, ella se preocupó por mí: ¿no sería que me estaba exigiendo demasiado a mí misma? ¿No tendría efectos negativos en mi salud, yo que siempre fui un poco anémica? ¿Iba a cocinar platos separados para mí y para el resto de la familia? Justamente en lo de la autoexigencia creo que tiene razón: por eso por el momento decidí no dejarlo por completo. Me conformo con elegir opciones vegetarianas toda la semana cuando cocino en casa, y permitirme el asadito que prepara alguno de mis tíos. Es posible, si sigo a este ritmo, que en poco tiempo dé el salto y me convierta en una vegetariana hecha y derecha. Pero por ahora me alcanza con definirme como "flexitariana".

Por eso, si bien me encantaría que hoy, en el Día del Animal en mi país, el título de esta entrada fuera "motivos para volverme vegetariana", lo cierto es que es una meta que hasta ahora, nunca me había trazado en serio porque con lo mucho que disfruto ciertas comidas consideraba imposible. Hasta que tuve esa revelación: de lograr algo imposible a no hacer absolutamente nada al respecto, hay un largo trecho de distancia. Y en alguna parte de ese trecho estoy yo hoy.

lunes, 8 de abril de 2019

¿Adaptación al jardín... o desadaptación?

El jardín de infantes es el mejor lugar para los chicos. Valoro como corresponde el trabajo de las maestras y los maestros de inicial porque sé que en la sala dejan todo: corazón, energía, dedicación, creatividad y muchísimo amor por los chiquitos. Lo que sigue a continuación no debe ser leído como una crítica a su trabajo de ningún modo, sino como un descargo -desde mi maternidad- respecto a esa dichosa institución escolar que es la adaptación obligatoria y prolongada por la que -o - debe pasar todo niño que ingresa al jardín. 
Entiendo que no siempre es decisión de cada maestra, está bien enclavada en la institución de Educación Inicial al punto de que figura en el estatuto. Algunas fuentes sostienen que se trataría de un invento bien argentino. Para quienes lean este blog desde otro país (¿alguien lee este blog todavía?) explico brevemente que la adaptación al jardín es un período que puede extenderse desde unos pocos días hasta unas cuantas semanas -o meses (!)- en el cual el niño ingresa a su sala acompañado de alguno de sus padres, o por lo menos, de algún familiar de confianza. Durante todo este período, la permanencia de la criatura en la sala no se corresponde con el horario completo del jardín (ni siquiera en aquellos que los chicos van solamente por medio día) sino que su incorporación es "gradual", "respetuosa con los tiempos del niño", porque "un jardín no es un depósito de chicos". Pongo las comillas, claro está, porque me toca escribir este desquite desde el otro lado: desde el lado de una madre que trabaja y cuyo niño de dos años y medio está sufriendo una desadaptación al jardín.
Obvio que le terminó gustando.
Ay, la bendita adaptación al jardín de infantes... calculo que todos y cada uno de los padres y madres que trabajamos hemos protestado (a veces, por lo bajo) cuando en una primera reunión de padres contemplamos ese complejo cronograma de horarios reducidos para las primeras semanas de la salita de 2 a la que enviaremos a nuestro retoño. Me pasó con Dani hace cuatro años, pero aquella vez, traté de ponerme en su lugar y hacerle caso a la maestra: en efecto, Dani había pasado sus primeros dos años en casa, con la abuela paterna y con una chica que la cuidaba algunos días; usaba chupete, dormía siesta a veces a la mañana, sus contactos con otros niños eran muy limitados, y nunca había tenido que compartir por tantas horas un espacio y la atención del adulto con coetáneos. De hecho, al principio le costó un poco permanecer tranquila en la salita. Tuvimos, todavía un tiempo más, la ayuda incomparable de su abuela, que en ese momento vivía a pocas cuadras del jardín y se puso la adaptación al hombro. Todo salió bien y pronto Dani pudo asistir a su media jornada. Hoy es una nena de seis años que va todo el día al colegio y la pasa diez puntos.
Pero, pero... en el caso de Quiqui, la historia fue otra, y (acá está el problema) las exigencias institucionales fueron las mismas. Para empezar, mi hijo está acostumbrado a la institución jardín: venía yendo al jardín maternal desde los 5 meses porque no tuvimos la opción de que se quedara en casa. En ese momento, la adaptación fue muy breve y la pude hacer yo durante lo que me quedaba de licencia. Como bien me explicó la directora en su momento, se trataba más de una adaptación para la madre que para el bebé. Desde todo punto de vista me dio la sensación de que el maternal fue respetuoso con mi hijo, pero también comprensivo con las necesidades de dejar al bebé y salir a trabajar que tenemos tantas madres y tantos padres. Mi chiquito ni se daba cuenta de que yo me iba, y para cuando empezó su angustia de separación, él ya tenía un vínculo tan fuerte con sus maestras, que se sentía querido y apoyado cuando lo dejaba en la puerta. Cierto que algunas veces lagrimeó, pero se le pasaba enseguida. Y el jardín maternal fue un lugar de cariño, aprendizaje y juegos que lo acompañó durante sus primeros dos años.
Esto traté de explicar con paciencia a la docente a cargo cuando, este año, cambiamos a Quiqui a un nuevo jardín, el jardín donde completará su educación inicial y -probablemente- siga rumbo a la escuela primaria. Me hubiera gustado insistir más en la cuestión práctica: Quiqui tiene, no una, sino dos abuelas que pueden dar una mano, pero que NO viven a cinco cuadras y que tienen una vida además de cuidar a sus nietos. Y tiene padres que trabajan y que no podemos darnos el lujo de tomarnos un mes libre para "adaptarlo". Spoiler alert: no hubo caso. De cumplir con la adaptación no zafamos. 
El primer día estaba fenómeno.
Un mes después, llora en la puerta...
¿Resultado? El chiquito que se quedaba lo más pancho en el jardín maternal, ahora se acostumbró a que el jardín sea "apenas un ratito", a que las abuelas lo llevan de la mano caminando a 25 metros por hora, a que le compren todos los días juguitos y golosinas, a que las otras mamás pueden entrar en la sala si un nene llora... ¡Y hoy, que finalmente llegó a su horario completo, tuve que dejarlo llorando a gritos en la puerta! ¿Cómo puede ser, me dije, que tanta adaptación haya terminado por desadaptarlo? Si este período tiene como función "respetar las necesidades de los chicos" (y no, como un malpensado podría suponer, las de la maestra que tiene que lidiar con diez marranos llorones), ¿tan difícil es darse cuenta de que para ciertos niños este tipo de gradualidad es por completo contraproducente?
Por otro lado, ¿no es pecar de ingenuos pensar que uno manda a un hijo de dos años al jardín únicamente para que satisfaga sus necesidades de socializar? ¿No es una verdad obvia a esta altura que todas las madres trabajamos? ¿Y que las que no trabajan, necesitan igual de esos tiempos, esos espacios? ¿Eso automáticamente convierte al jardín en un "depósito de chicos"? ¿No es acaso el lugar de confianza en el que queremos quedarnos tranquilas de que nuestros hijos están bien cuidados, seguros, felices? ¿Qué tranquilidad se le puede transmitir a un nene cuando mamá y papá están desesperados porque no saben si les van a recortar el sueldo ese mes, porque no cuentan con nadie que los ayude en la fuckin' adaptación? 

Se me ocurre que la adaptación al jardín es uno de esos conceptos que parecen muy lindos en teoría pero que en la práctica no funcionan. Y es porque se quedan a mitad de camino en todo:
- Si pensamos en las necesidades de los chicos, queda claro que algunos NO están listos para empezar a ir al jardín a los dos años. Más que adaptación, lo que se produce con el correr de las semanas es una suerte de "resignación". Y los que sí están preparados y disfrutan de su sala de dos (como mi hijo) se perjudican con ese gradualismo tan inflexible en horarios y acompañamiento. Se puede pensar en una duración diferente para cada chico, o bien aceptar que algunos se adaptan, y otros mejor deberían esperar hasta el año siguiente.
- Por otro lado, ¿por qué adaptación en sala de dos y no, por ejemplo, en primer año del secundario? Es un terrible cambio para los chicos, y a nadie se le ocurriría pedirles a los padres de los adolescentes que los acompañen a clase durante el primer mes, hasta que "se adapten"...
- Si aceptamos que el jardín responde a las necesidades de los padres de tener dónde dejar a nuestra bendición mientras estamos trabajando, yendo a estudiar, haciendo gimnasia o rascándonos el ombligo escribiendo la nueva novela americana, se puede pensar en otro tipo de adaptación, que no pase por recortar el horario o exigir chaperones. Se puede priorizar el vínculo afectivo con la maestra, y desde la institución, no exigirle a ella cuestiones como entregar un souvenir de fin de semana a cada niñito (en un jardín donde hace muchos años me tocó trabajar, me pedían como 5 o 6 souvenirs para el período de adaptación... de sala de 5!!! Imagínense el tiempo que lleva hacer 20 o 25 payasitos de cartulina... multiplicado por cinco o seis). Y, desde casa, bancarnos que durante algunas semanas, el nene "no aprenda nada" -mejor dicho, que todas estas semanas estén enfocadas 100% en lo lúdico y lo afectivo, estaría bueno que fuera así para todos los años de escolaridad, dicho sea de paso.
- Y si pensamos a la adaptación como un período para que también la maestra se adapte a la sala que le tocó (que es algo absolutamente válido), ¿por qué no acompañar desde la institución con una auxiliar transitoria, por ejemplo, más apoyo para completar cuadernos y todas esas tareas que también demandan, además de los chiquitos con los mocos colgando?

En fin, si no las convencí, colegas de Educación Inicial, vengan de a una.

Para terminar, un "mea culpa". ¿Por qué sacamos al gordo del jardín maternal este año, pudiéndolo dejar hasta el año que viene en donde estaba perfectamente adaptado, y esperamos a que fuera más grande para hacer el cambio? Lo admito: primó la comodidad de tenerlo en el mismo lugar que a la hermana mayor, y pesó el bolsillo (los jardines maternales son mucho, muy caros...).

Actualización de julio 2019: Fíjense que algo habré aprendido en estos años, que escribí este decálogo de la adaptación al jardín y a la guardería para ayudar a otras mamás...

martes, 26 de marzo de 2019

Cielo e infierno de las siestas

Las siestas de los chicos, ¡qué tema! Yo siento que con solo dos hijos, me tocó atravesar experiencias opuestas.

Algunas veces imagino que tengo la posibilidad de viajar en el tiempo, encontrarme con aquella que fui hace apenas cinco o seis años, la que era solamente mamá de Dani, y que nos tomamos un café juntas. La de cosas que le podría decir. La de cosas que me hubiera gustado escuchar o saber por aquel entonces... Me costó mucho, muchísimo, ser madre primeriza. Si ahora todavía hay días en los que estoy bajoneada y me digo que no vale la pena escribir un blog de maternidad, que como madre me siento una farsa (después se me pasa), en aquella época directamente sufrí una -leve- depresión postparto y me sentía inútil por completo.

Mi hija mayor fue, desde chiquita, una beba de mal dormir. Le costaba muchísimo quedarse dormida, la despertaba cualquier sonido, jamás respetó las tablitas indicadoras de cantidad de horas de sueño (¿un recién nacido de verdad duerme 18 horas diarias? Dani creo que no llegaba a las 13 ni siquiera sumando los  quichicientos pedacitos de 15 o 30 minutos a lo largo de la jornada...). Y para mí, que siempre fui dormilona, la privación de sueño se convirtió en una verdadera tortura, psicológica y también física. Bajé mucho de peso, me asaltaban toda clase de pensamientos negativos, literalmente me preguntaba qué me había llevado a convertirme en madre si era algo tan terrible para mi organismo... En retrospectiva no sé si mi cuadro llegó a ser depresión, o si se trató pura y sencillamente de agotamiento.
Uno de mis momentos diarios más sufridos era la hora de la siesta de la gordita. Yo sabía que ella tenía que dormir porque la notaba totalmente irritable, se refregaba los ojos, pero no había manera de calmarla. Se desvelaba ella misma con su llanto, no se dormía ni a la teta, ni con canciones, ni meciéndola. Finalmente caía rendida después de, a veces, dos horas seguidas intentando ponerla a dormir. A la media hora exacta, abría los ojos y seguía llorando... Yo no tenía manera de sentarme a trabajar o preparar una comida, o descansar unos minutos, durante sus siestas. Y al día de hoy, no sé si éramos nosotros los que alterábamos su sueño paradójicamente, o si ella naturalmente era de dormir menos y nosotros no podíamos aceptarlo. Si llegábamos a estar fuera de casa a la hora de la siesta, no solo no dormía, sino que se ponía más fastidiosa. Y en aquella época no teníamos auto para que aunque sea cabeceara en el viaje. Así se fue pasando su primer año. 
Dani a los dos años y medio:
"¿'Ma qué siesta ni qué ocho cuartos? ¡A mí déjenme jugar!"
A medida que creció, conseguimos que con una estricta rutina durmiera una hora, una hora y media durante algunas tardes (nunca todas). Y ya desde los tres años y medio dejó la siesta por completo, lo que por otra parte implicó que comenzara a dormir mejor de noche. Hoy en día es una nena de seis años sana y muy despierta, que solo duerme siesta si se enferma y que hace noches bastante cortas, pero en general ininterrumpidas. Dani es así: hoy prefiero verla como es y no esforzarme por cambiarla. Es maravilloso ver cómo ella sola arma juegos, se entretiene con lecturas o dibujos, y nos deja descansar también a sus papás los fines de semana.

Y bueno, si la MamiReloaded que soy hoy pudiera encontrarse con esa pobre madre privada de sueño, me encantaría contarle que cuando sea mamá por segunda vez, las siestas de su hijo menor van a ser una auténtica bendición. Quiqui es un gran dormilón (si bien a la mañana madruga mucho). No solamente se queda dormido con facilidad, sino que él mismo se da cuenta de cuando tiene sueño, acepta las siestas de buen grado y tira dos horas seguidas ¡o más si lo dejamos! De bebito se quedaba dormido en mi pecho todas las tardes, y ya más grande me deja libres estas horas que dedico sobre todo a escribir, escribir, escribir... Sus siestas son la mejor niñera que tengo.
Una de mis postales de maternidad preferidas.
Pero no solo eso. No disfruto solamente descansar de su energía y su movimiento por un par de horas. También me parece enormemente placentero el momento de acostarlo a dormir. Tenemos nuestra rutina, que es casi sagrada. Salvo que justo yo esté fuera de casa por algún motivo, siempre lo duermo yo. Y lo hago así: después del almuerzo saludamos a los juguetes, bajo la persiana de su cuarto, nos metemos en su camita a leer un cuento (últimamente siempre me pide el mismo). Después, nos damos un beso y un abrazo, le digo "ahora, a dormir", se acuesta al lado mío y en pocos minutos lo escucho respirar de manera acompasada. Hay veces que yo también dormito unos minutos abrazada a mi chiquito antes de levantarme y seguir con mi rutina de redactora freelance.
Si no estamos en casa, duerme un ratito casi en cualquier lado. Si un día muy especial llegamos a hacer planes y se saltea olímpicamente la siesta, por un día no le pasa nada. Y la mayor parte de las tardes que sí pasamos en casa y sí duerme como un angelito, cuando finalmente se despierta, en general lo hace de buen ánimo ¡porque él es así!
Quiqui tiene dos años y medio. Ya sé que no le queda tanto tiempo de siestas, seguramente (aunque espero que las sostenga hasta los 4 o 5 años, por lo menos, no como su hermanita mayor). Esta época la voy a atesorar toda la vida como nuestro tiempo dorado de siestas compartidas, de cuentos, de mimos. Amo la hora de su siesta. Quién lo hubiera dicho.

¿Duermen la siesta sus hijos? ¿Hasta qué edad lo hicieron si ya la dejaron?