Hablé de lo lindo de las vacaciones en la ciudad en otro post. Hoy vengo a desquitarme porque hace cuatro días que lo venimos pasando bastante mal. La crisis energética de mi país nos tocó de cerca esta vez: desde el lunes a la noche hasta el jueves que mi departamento no tuvo luz. Ni luz, ni agua, en un décimo piso, con temperaturas que rozaban los 40°, ninguna mamá puede permanecer tranquila con una nena de 4 años y un bebé de meses. Por suerte pudimos irnos a la casa de mi mamá, que no será muy fresca que digamos (mi mamá es muy friolenta) pero sí tiene heladera funcionando, tele (¡gracias a la tele por una vez!) y se pueden enchufar un par de ventiladores.
Las temperaturas agobiantes (que siguen, y seguirán por varios días) son otro enemigo de la maternidad y la paternidad felices. En mi caso, por lo menos, es así. El calor extremo me pone en evidencia todo aquello que me gustaría poder darles a mis hijos y no puedo: un poco de aire libre, un patiecito en casa donde poder inflarles al menos una piletita para que se refresquen, o poder pagar vacaciones más largas junto al mar, en un hotel con aire acondicionado. O poder pagarles una colonia recreativa en un club, para que al menos todas las tardes tengan pileta y otros chicos con quienes jugar. O incluso poder sacarlos a pasear y a tomar helados todos los días, cosa que nuestro estrecho presupuesto no permite.
Y no se enojen, sé que no es algo grave. Al contrario. Me pongo por un rato en la piel de aquellas mujeres que son madres en situaciones extremas: la pobreza, un país en guerra, la violencia, una epidemia de enfermedades, y me siento muy culpable por quejarme del calor y de los cortes de luz. Lo nuestro es solamente algo transitorio. Cómo será ser madre en una situación tan terrible de la que no se pueda salir. Apenas puedo intuir esa sensación de impotencia y de desamparo. Y ese deseo de que tus hijos salgan del aprieto, como sea. Incluso si no podés salir vos.
En fin, a la vez, la sensación de gratitud porque uno no está solo, porque vivimos rodeados de familiares y de amigos siempre dispuestos a ayudar, a ofrecer una mano. Mi mamá principalmente, que nos cedió su casa todos estos días (y no es la primera vez que lo hace). Pero también otras personas de la familia, amigos que nos escriben para saber cómo sigue todo y ofrecen su casa si la necesitamos, hasta las noticias se solidarizaron con nuestro edificio y salieron a mostrar lo que pasaba. Pero, claro, somos un caso más entre los cientos de miles de argentinos que padecen la baja del servicio. Y este no es un blog para hablar de política porque seguramente haya mucho que discutir al respecto.
Estos días muchas veces quise esconderme bajo la tierra, putear a gritos a la compañía de luz, largarme a llorar a mares. ¿Y saben lo que hice? Traté de mantenerme serena. Suspiré y seguí con los reclamos por vía tradicional, mientras trataba de alegrar a mi hija con la perspectiva de minivacaciones en casa de su abuela Lala (cosa que a ella le encanta). Los saqué a la plaza a las 9 de la mañana para aprovechar las horas en las que la temperatura no era tan peligrosa. Di la teta al bebé a cada rato para evitar que se deshidratara. Traté de animar a mi marido que cada mañana se tenía que ir a trabajar y cada tarde a casa a darle de comer a la gata y a seguir persiguiendo a la compañía de electricidad. Y practiqué la espera, cosa que a mí por ser ansiosa siempre me cuesta el triple.
Estos dias largos, calurosos y difíciles me confirman una verdad que hace rato vengo intuyendo: ser mamá te hace querer ser mejor persona de lo que sos. Aunque a veces no te salga.
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