¿Para qué escribo? Para contar mi historia, una más entre tantas historias de madres, pero no una cualquiera porque es la que me toca. Para contactar madres o padres de la blogósfera, cual botella al mar. Para mantener mi escritura activa. Para registrar momentos mientras mis chiquitos crecen vertiginosamente rápido.

lunes, 22 de enero de 2018

Revivir la propia infancia

Las vacaciones con chicos chiquitos pueden ser bastante caóticas, sí, como conté con los preparativos, pero seguro que muy divertidas. Desde hacer una apuesta con Dani de que no podría pasar las 5 horas de viaje a la costa en micro sin preguntar ¡20 veces! cuánto faltaba para llegar (y verla perder, claro), hasta sorprenderlos sacando de mi mochila algunos regalitos sorpresa comprados para esa ocasión -una linterna de bolsillo puede hacer maravillas por un nene inquieto de 15 meses, ya desde los primeros momentos presentí que este veraneo iba a ser especial.

No hace falta mucho para entretenerse.
El lugar que elegimos tenía para mí reminiscencias muy importantes, porque fue el escenario de mis propios veraneos de chiquita y de no tan chica: San Bernardo, ciudad del Partido de la Costa bonaerense que como tantos otros lugares de la localidad, se caracteriza por su infraestructura familiar, su mar frío que cambia de colores con el viento, las playas demasiado angostas y la divertida peatonal nocturna. Ayudó que estuvimos en un departamento hermoso con vista al mar. Pero de todas formas, vista desde mis ojos de adulta cínica de 36 años, la costa argentina está altamente sobrevaluada: el agua es fría, la banderita celeste en la playa parece ser una leyenda urbana, está lleno de vendedores ambulantes, las máquinas de videojuegos son bastante antiguas, los precios están inflados, el traje de Catboy en el Tren de la Alegría parece cosido a mano... Mi hermana me cargaba, "y vos que decías que no volvías más" (puede que lo haya dicho después de volver de las playas colombianas que visitamos con Papi Reloaded en nuestra Luna de Miel).
Dani conoció el mar.
Vista desde los ojos de mi nena de 5 años y de mi nene de 15 meses, la costa argentina es un lugar mágico. El mar es una pileta infinita donde las olas ofrecen la posibilidad de jugar y divertirse por horas. La arena es un parque de juegos más grande que el que nunca hayan conocido. Una vuelta al mundo destartalada en un pequeño parque de diversiones puede ser más emocionante que una de Disney World. En el Tren de la Alegría no hay un adolescente (mal) disfrazado de Catboy, están los PJ Masks de verdad ¡y se sacan fotos con vos! Comemos pizza, helado, facturas y cosas igual de ricas todos los días. Y lo mejor de todo: mamá y papá estamos tranquilos, sin computadoras, casi sin celulares más que para filmar los castillitos de arena, no los retamos tanto, queremos jugar con ellos un montón...
Este verano, mi hijo aprendió a usar el tenedor y mi hija, a jugar a la generala y a la batalla naval.
Este verano, cuando las olitas de la orilla mojaban sus piecitos por primera vez, vi transmutarse las expresiones de miedo de Quiqui por otras de felicidad y entusiasmo. 
Este verano, vi a Dani ensuciarse las manos con arena mojada, recoger "caracolas" en la orilla del mar, y descubrir que las cosas más lindas de las vacaciones son gratis: el mar, el sol, bajar a la playa de noche, ver cómo las almejas se entierran solas cuando las tapa una ola, ver volar una gaviota desafiando la tormenta que se le venía encima.
Nuestra familia dejando su huella...
Y recordé, recordé como si fuera una película, mis propios veranos de la niñez. Mi hermana y yo haciendo castillos de arena, mi papá diciéndome "juguemos a ser olas", mi mamá caminando conmigo por la playa cuando se cansaba de tomar sol, mi querido tío Roberto negándose rotundamente a repartir la cuenta en el restaurante -todo un caballero-, mi tía María del Carmen comiendo la mermelada del frasco a cucharadas "como una compota", la sonrisa de Toia que ahora me sigue sonriendo desde arriba... Llené a mi hija mayor de anécdotas de mi niñez, y me encantaba que ella quisiera saber más, que nos preguntara al papá y a mí de cuando éramos chiquitos, y saber que ahora, ahora mismo, estábamos creando en ella sus propios futuros recuerdos entrañables de los veraneos de la infancia con la familia.
Y es verdad que fue trabajoso perseguir al enano por la playa para que no se perdiera ni se lo llevaran las olas, que nunca pudimos dormir hasta más de las 7 de la mañana, y que la única cerveza que Papi Reloaded y yo compartimos la tomamos en el balcón mientras los peques dormían. No importa. Volver al mar después de varios años me hizo sentir que la ansiedad que llevo siempre en mi cuerpo se disolvía, una sensación hasta física de alivio indescriptible. Este verano me concentré en disfrutar de esta realidad que nos toca ahora, de este momento presente. Después de todo, ¿cuántas vacaciones de palita, rastrillo y balde nos quedan, 6, 7? Mejor disfrutarlas mientras duren.

Este verano, mis dos hijitos me hicieron uno de los regalos más hermosos que jamás me haya tocado recibir: me permitieron volver a vivir momentos maravillosos de mi propia niñez, desde sus ojitos. Y a la vez, me permitieron convertirme en parte de sus futuros recuerdos.

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