¿Para qué escribo? Para contar mi historia, una más entre tantas historias de madres, pero no una cualquiera porque es la que me toca. Para contactar madres o padres de la blogósfera, cual botella al mar. Para mantener mi escritura activa. Para registrar momentos mientras mis chiquitos crecen vertiginosamente rápido.

lunes, 29 de abril de 2019

Mis motivos para comer menos carne

Fideos caseros con filetto
Hace algunos meses me tocó pasar unas vacaciones muy complicadas. El litoral argentino estaba inundado, a tal punto que las hermosas playas que queríamos visitar en Colón estaban bajo el agua. Y como ocurre cuando me topo de frente con fenómenos climáticos, siempre se me da por pensar en la tragedia medioambiental que nos toca vivir, de la que los seres humanos somos responsables. Y preguntarme por qué hacemos las cosas tan mal. Y qué futuro les espera a nuestros hijos. Y qué estoy haciendo yo, hoy, para cambiar la realidad. Y todas las respuestas me deprimieron un poco.
Croquetas de coliflor
y queso vegano de garbanzos
Uno de esos días sin playa, se nos dio por ir a visitar una granja muy linda, parecía salida de un libro de cuentos. Los animales pastaban al aire libre, se los podía alimentar y acariciar. Me dije: "claro, si yo supiera que lo que comemos sale de acá, que la vaca que compro en la carnicería fue criada respirando aire puro, y disfrutando del sol y del pasto hasta que le tocó morir, no sería para tanto". Pero no podía apartar de mi mente la inundación que nos rodeaba: arrasar con las tierras para criar ganado es una práctica comun en Argentina y en otros lugares. Las vacas subsisten amontonadas, reciben antibióticos de todo tipo, comen alimentos sintéticos... También las gallinas tienen una vida terrible, apelotonadas en criaderos espantosos... Yo todo esto ya lo sabía. Pero recién en ese momento me cayó la ficha: no quiero contribuir a esta realidad terrible. 
Picadita vegetariana
Tal vez no estoy todavía en condiciones -sociales, culturales, de salud, lo que sea- de dejar por completo de consumir carne. Sí puedo poner mi voluntad en reducir drásticamente ese consumo. Y para eso, me propuse, en lugar de dejar comidas, puedo comenzar por incorporar otras. "Esa va a ser mi resolución", me dije, hace ya tres meses y medio. Y puse manos a la obra. ¡Por suerte me encanta cocinar! Desde entonces, incorporé a mi dieta legumbres -varias veces por semana-, más verduras (coliflor, repollitos de Bruselas), frutos secos (ideales para la merienda), tofu, hamburguesas veganas... ¡Y no las padezco, las disfruto! 

Croquetas de acelga
con ensalada de quinoa
Pero eso no es todo. Tengo que admitir que, si bien al principio tuve mis dudas, en ningún momento sentí que reducir la carne fuera un sacrificio. En realidad, me viene resultando sorprendentemente fácil. Estoy más delgada, con más energía. Si a estos cambios le agrego que retomé yoga, no es de extrañar que me sienta mejor. A esta altura, ya no es algo que haga solo por el impacto ambiental sino principalmente por el efecto que tiene en mi propio organismo, en mi salud y en mi bienestar. 
Fideos salteados
con verdura
Cuando le conté a mi mamáde mi decisión de comer menos carne, ella se preocupó por mí: ¿no sería que me estaba exigiendo demasiado a mí misma? ¿No tendría efectos negativos en mi salud, yo que siempre fui un poco anémica? ¿Iba a cocinar platos separados para mí y para el resto de la familia? Justamente en lo de la autoexigencia creo que tiene razón: por eso por el momento decidí no dejarlo por completo. Me conformo con elegir opciones vegetarianas toda la semana cuando cocino en casa, y permitirme el asadito que prepara alguno de mis tíos. Es posible, si sigo a este ritmo, que en poco tiempo dé el salto y me convierta en una vegetariana hecha y derecha. Pero por ahora me alcanza con definirme como "flexitariana".

Por eso, si bien me encantaría que hoy, en el Día del Animal en mi país, el título de esta entrada fuera "motivos para volverme vegetariana", lo cierto es que es una meta que hasta ahora, nunca me había trazado en serio porque con lo mucho que disfruto ciertas comidas consideraba imposible. Hasta que tuve esa revelación: de lograr algo imposible a no hacer absolutamente nada al respecto, hay un largo trecho de distancia. Y en alguna parte de ese trecho estoy yo hoy.

lunes, 8 de abril de 2019

¿Adaptación al jardín... o desadaptación?

El jardín de infantes es el mejor lugar para los chicos. Valoro como corresponde el trabajo de las maestras y los maestros de inicial porque sé que en la sala dejan todo: corazón, energía, dedicación, creatividad y muchísimo amor por los chiquitos. Lo que sigue a continuación no debe ser leído como una crítica a su trabajo de ningún modo, sino como un descargo -desde mi maternidad- respecto a esa dichosa institución escolar que es la adaptación obligatoria y prolongada por la que -o - debe pasar todo niño que ingresa al jardín. 
Entiendo que no siempre es decisión de cada maestra, está bien enclavada en la institución de Educación Inicial al punto de que figura en el estatuto. Algunas fuentes sostienen que se trataría de un invento bien argentino. Para quienes lean este blog desde otro país (¿alguien lee este blog todavía?) explico brevemente que la adaptación al jardín es un período que puede extenderse desde unos pocos días hasta unas cuantas semanas -o meses (!)- en el cual el niño ingresa a su sala acompañado de alguno de sus padres, o por lo menos, de algún familiar de confianza. Durante todo este período, la permanencia de la criatura en la sala no se corresponde con el horario completo del jardín (ni siquiera en aquellos que los chicos van solamente por medio día) sino que su incorporación es "gradual", "respetuosa con los tiempos del niño", porque "un jardín no es un depósito de chicos". Pongo las comillas, claro está, porque me toca escribir este desquite desde el otro lado: desde el lado de una madre que trabaja y cuyo niño de dos años y medio está sufriendo una desadaptación al jardín.
Obvio que le terminó gustando.
Ay, la bendita adaptación al jardín de infantes... calculo que todos y cada uno de los padres y madres que trabajamos hemos protestado (a veces, por lo bajo) cuando en una primera reunión de padres contemplamos ese complejo cronograma de horarios reducidos para las primeras semanas de la salita de 2 a la que enviaremos a nuestro retoño. Me pasó con Dani hace cuatro años, pero aquella vez, traté de ponerme en su lugar y hacerle caso a la maestra: en efecto, Dani había pasado sus primeros dos años en casa, con la abuela paterna y con una chica que la cuidaba algunos días; usaba chupete, dormía siesta a veces a la mañana, sus contactos con otros niños eran muy limitados, y nunca había tenido que compartir por tantas horas un espacio y la atención del adulto con coetáneos. De hecho, al principio le costó un poco permanecer tranquila en la salita. Tuvimos, todavía un tiempo más, la ayuda incomparable de su abuela, que en ese momento vivía a pocas cuadras del jardín y se puso la adaptación al hombro. Todo salió bien y pronto Dani pudo asistir a su media jornada. Hoy es una nena de seis años que va todo el día al colegio y la pasa diez puntos.
Pero, pero... en el caso de Quiqui, la historia fue otra, y (acá está el problema) las exigencias institucionales fueron las mismas. Para empezar, mi hijo está acostumbrado a la institución jardín: venía yendo al jardín maternal desde los 5 meses porque no tuvimos la opción de que se quedara en casa. En ese momento, la adaptación fue muy breve y la pude hacer yo durante lo que me quedaba de licencia. Como bien me explicó la directora en su momento, se trataba más de una adaptación para la madre que para el bebé. Desde todo punto de vista me dio la sensación de que el maternal fue respetuoso con mi hijo, pero también comprensivo con las necesidades de dejar al bebé y salir a trabajar que tenemos tantas madres y tantos padres. Mi chiquito ni se daba cuenta de que yo me iba, y para cuando empezó su angustia de separación, él ya tenía un vínculo tan fuerte con sus maestras, que se sentía querido y apoyado cuando lo dejaba en la puerta. Cierto que algunas veces lagrimeó, pero se le pasaba enseguida. Y el jardín maternal fue un lugar de cariño, aprendizaje y juegos que lo acompañó durante sus primeros dos años.
Esto traté de explicar con paciencia a la docente a cargo cuando, este año, cambiamos a Quiqui a un nuevo jardín, el jardín donde completará su educación inicial y -probablemente- siga rumbo a la escuela primaria. Me hubiera gustado insistir más en la cuestión práctica: Quiqui tiene, no una, sino dos abuelas que pueden dar una mano, pero que NO viven a cinco cuadras y que tienen una vida además de cuidar a sus nietos. Y tiene padres que trabajan y que no podemos darnos el lujo de tomarnos un mes libre para "adaptarlo". Spoiler alert: no hubo caso. De cumplir con la adaptación no zafamos. 
El primer día estaba fenómeno.
Un mes después, llora en la puerta...
¿Resultado? El chiquito que se quedaba lo más pancho en el jardín maternal, ahora se acostumbró a que el jardín sea "apenas un ratito", a que las abuelas lo llevan de la mano caminando a 25 metros por hora, a que le compren todos los días juguitos y golosinas, a que las otras mamás pueden entrar en la sala si un nene llora... ¡Y hoy, que finalmente llegó a su horario completo, tuve que dejarlo llorando a gritos en la puerta! ¿Cómo puede ser, me dije, que tanta adaptación haya terminado por desadaptarlo? Si este período tiene como función "respetar las necesidades de los chicos" (y no, como un malpensado podría suponer, las de la maestra que tiene que lidiar con diez marranos llorones), ¿tan difícil es darse cuenta de que para ciertos niños este tipo de gradualidad es por completo contraproducente?
Por otro lado, ¿no es pecar de ingenuos pensar que uno manda a un hijo de dos años al jardín únicamente para que satisfaga sus necesidades de socializar? ¿No es una verdad obvia a esta altura que todas las madres trabajamos? ¿Y que las que no trabajan, necesitan igual de esos tiempos, esos espacios? ¿Eso automáticamente convierte al jardín en un "depósito de chicos"? ¿No es acaso el lugar de confianza en el que queremos quedarnos tranquilas de que nuestros hijos están bien cuidados, seguros, felices? ¿Qué tranquilidad se le puede transmitir a un nene cuando mamá y papá están desesperados porque no saben si les van a recortar el sueldo ese mes, porque no cuentan con nadie que los ayude en la fuckin' adaptación? 

Se me ocurre que la adaptación al jardín es uno de esos conceptos que parecen muy lindos en teoría pero que en la práctica no funcionan. Y es porque se quedan a mitad de camino en todo:
- Si pensamos en las necesidades de los chicos, queda claro que algunos NO están listos para empezar a ir al jardín a los dos años. Más que adaptación, lo que se produce con el correr de las semanas es una suerte de "resignación". Y los que sí están preparados y disfrutan de su sala de dos (como mi hijo) se perjudican con ese gradualismo tan inflexible en horarios y acompañamiento. Se puede pensar en una duración diferente para cada chico, o bien aceptar que algunos se adaptan, y otros mejor deberían esperar hasta el año siguiente.
- Por otro lado, ¿por qué adaptación en sala de dos y no, por ejemplo, en primer año del secundario? Es un terrible cambio para los chicos, y a nadie se le ocurriría pedirles a los padres de los adolescentes que los acompañen a clase durante el primer mes, hasta que "se adapten"...
- Si aceptamos que el jardín responde a las necesidades de los padres de tener dónde dejar a nuestra bendición mientras estamos trabajando, yendo a estudiar, haciendo gimnasia o rascándonos el ombligo escribiendo la nueva novela americana, se puede pensar en otro tipo de adaptación, que no pase por recortar el horario o exigir chaperones. Se puede priorizar el vínculo afectivo con la maestra, y desde la institución, no exigirle a ella cuestiones como entregar un souvenir de fin de semana a cada niñito (en un jardín donde hace muchos años me tocó trabajar, me pedían como 5 o 6 souvenirs para el período de adaptación... de sala de 5!!! Imagínense el tiempo que lleva hacer 20 o 25 payasitos de cartulina... multiplicado por cinco o seis). Y, desde casa, bancarnos que durante algunas semanas, el nene "no aprenda nada" -mejor dicho, que todas estas semanas estén enfocadas 100% en lo lúdico y lo afectivo, estaría bueno que fuera así para todos los años de escolaridad, dicho sea de paso.
- Y si pensamos a la adaptación como un período para que también la maestra se adapte a la sala que le tocó (que es algo absolutamente válido), ¿por qué no acompañar desde la institución con una auxiliar transitoria, por ejemplo, más apoyo para completar cuadernos y todas esas tareas que también demandan, además de los chiquitos con los mocos colgando?

En fin, si no las convencí, colegas de Educación Inicial, vengan de a una.

Para terminar, un "mea culpa". ¿Por qué sacamos al gordo del jardín maternal este año, pudiéndolo dejar hasta el año que viene en donde estaba perfectamente adaptado, y esperamos a que fuera más grande para hacer el cambio? Lo admito: primó la comodidad de tenerlo en el mismo lugar que a la hermana mayor, y pesó el bolsillo (los jardines maternales son mucho, muy caros...).

Actualización de julio 2019: Fíjense que algo habré aprendido en estos años, que escribí este decálogo de la adaptación al jardín y a la guardería para ayudar a otras mamás...