¿Para qué escribo? Para contar mi historia, una más entre tantas historias de madres, pero no una cualquiera porque es la que me toca. Para contactar madres o padres de la blogósfera, cual botella al mar. Para mantener mi escritura activa. Para registrar momentos mientras mis chiquitos crecen vertiginosamente rápido.
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sábado, 2 de febrero de 2019

Aprendiendo de unas vacaciones difíciles

Cuando en noviembre del año pasado comenzamos a planificar nuestras vacaciones, con Papi Reloaded recordamos los hermosos días de verano que habíamos pasado diez años atrás (nosotros dos solos) en la ciudad de Colón, Entre Ríos. Tardes enteras a la orilla del río Uruguay, durmiendo la siesta bajo un árbol en la playa. Llevamos a nuestros hijos a conocer este bello lugar, sin esperar encontrarnos con una de las peores temporadas de los últimos años, debido a las lluvias y la insólita crecida del río:
La costa de Colón bajo el agua
Sigue lloviendo, y sigue, y sigue, sigue...
Impresionante es poco
Durante las que seguramente recordaré como las peores vacaciones de mi familia -alta inundación, lluvias perpetuas, enfermedades varias que se prolongaron semanas después del regreso, incluso quedarnos varados con el auto en la ruta, en fin, todo un combo del que ya hablé bastante en otros lugares y no tengo ganas de recordar acá- estuve reflexionando mucho. Cuando tomamos decisiones que a la larga demuestran ser las equivocadas, tenemos opciones: quejarnos y sentir lástima, o bien aprender de ellas. 

Algunos bellos momentos que después
en el recuerdo lo salvan todo.
Destaco de la experiencia bastante (no del todo, menos mal) negativa que nos tocó pasar con Papi Reloaded y los chicos la capacidad que tenemos de conversar, barajar y dar de nuevo, pensando no en lo que nos hubiera gustado que pasara y no pasó, sino en lo que queremos que pase más adelante. Hace ya casi un mes me había propuesto seguir algunas pequeñas resoluciones de año nuevo, pero a veces no hay que mirar el almanaque tanto sino dejar que la voluntad de hacer cambios llegue cuando haga falta. Y así fue que finalmente encontré algunas clavijas que quiero ajustar.

1) Planificar -menos- las vacaciones: Ya es tarde para no perder tiempo y dinero eligiendo un destino y una quincena con buen clima y playas no inundadas por un río desbordado. Pero sin dudas, el año que viene no vamos a volver a reservar alojamiento por toda una quincena. Con mi pareja nos dimos cuenta de que uno puede tener mala suerte y que llueva en dos días lo mismo que el promedio mensual, pero que cuando uno tiene vehículo propio y tantas semanas libres como nosotros, lo que debería hacer es no atarse. Para la próxima ya sabemos: reservar por uno o dos días no más, cosa de poder seguir viaje o (niños enfermos mediante) volver a casa y guardar plata para volver a irse unas semanas después.

2) En familia (ampliada): ¿Por qué disfrutaba tanto en mi infancia de las vacaciones? Fácil: estaba rodeada de gente querida y no tenía tiempo para aburrirme. Si bien en casa éramos solamente mi mamá, mi hermana y yo, en vacaciones estábamos con abuelos, con tíos abuelos, con amigos de mamá y sus hijos... 
A veces ahora siento que somos "nosotros cuatro y el resto del mundo" cuando en realidad tenemos posibilidades para planificar veraneos cerca de otros familiares, cosa de no pasar las 24 horas y los 7 días de la semana "condenados" a estar solos los cuatro, nosotros cansados de cuidar todo el tiempo a los chicos, y ellos, hartos de estar con nosotros. Capaz que hasta alguna noche una abuela se solidariza y se queda unas horas con los nenes para que podamos tomar una cervecita solos...

3) También soy mi cuerpo: No vengo sintiéndome bien conmigo misma desde hace un tiempo, pero me doy cuenta de que quiero cambiar. Y eso no solamente incluye el trabajo interior (reflexiones, terapia, etc.) sino también el cuidado del cuerpo. Las últimas dos resoluciones que tomé no lo hice por algo puntual que pasara en el veraneo, pero sí me llegaron como inspiradas por una visita a una granja, por el espanto ante las tierras anegadas por el agua y el desastre que estamos haciendo con el medio ambiente. 
Por un lado, quiero comer menos carne. Hace tiempo que venía fantaseando con volverme vegetariana, y siempre abandonaba la resolución porque, para ser sincera, disfruto muchísimo de un buen asado o de un sushi con salmón crudo. Pero entonces, ¿por qué no reservar mi consumo de animales solamente para esos momentos especiales de disfrute, en lugar de hacerlo por inercia? ¿Por qué no cambiar las milanesas de pollo por milanesas de berenjena, y las empanadas de carne por las de queso y cebolla? Decidí que finalmente es mejor reducir su consumo que no hacer nada al respecto.
"Liiiisa, no me coooomas"...
Para comer menos carne, lo primero que tengo que hacer no es dejar de comerla, sino comenzar a comer más alimentos sanos. Y esa es la primera parte de mi resolución: incorporar nuevas recetas y alimentos a mi lista de compras cotidiana. 
La segunda parte de la resolución de cuidarme más llegó sola: quiero volver a yoga. Van tres años sin esas entrañables prácticas que me ayudan a mejorar mi postura corporal tanto como mi ansiedad. Y lo hice: ¡hoy tuve mi primera clase!

Y hay una cuarta resolución, pero todavía no me siento tan confiada como para anotarla ☺

sábado, 24 de noviembre de 2018

Estar bien para ellos y para mí

No vengo escribiendo últimamente. O como suelo decir, a veces la escritura profesional se fagocita a la escritura creativa. No me puedo quejar, he estado con bastante trabajo. A veces más de lo que puedo manejar, y fue el caso de esta semana: después de habernos dado el lujo de tomarnos tres días de vacaciones familiares en la playa, llegamos y el gordo se enfermó. Tuvo una fiebre altísima, le llegó a más de 40º, cosa que me aterrorizó por más que la pediatra diga que no es grave de por sí. Estuvo 4-5 días mal, y recién hoy está un poco mejor.
Pero esta, para mí fue una semana perdida, al menos laboralmente. No me podía concentrar, además de que dediqué mucho tiempo a ponerle paños fríos, tenerlo a upa y llevarlo a controles médicos. Las noches sin dormir, los pendientes atrasados, y ocuparnos -al menos un poco- de nuestra hija mayor nos dejó agotados a ambos. Las enfermedades, ya lo he dicho, sacan lo peor de mí. Pero cuando tenés hijos a tu cargo, y más cuando es alguno de ellos quien se siente mal, no podés permitirte estar mal vos.
Ha sido un año bastante difícil en algunos aspectos. Hay momentos en los que puedo enfocarme en la gratitud por todas las cosas buenas que tengo en la vida. Y hay veces en las que me dejo llevar por la ansiedad y me siento desesperanzada, agotada, y no está bueno. Y otras veces me desquito con Javi, que se banca todas hasta cierto punto, pero que cree que a mí a veces es mejor no decirme nada. Y el diálogo se enfría, la casa se pone tensa. No está bueno porque la infancia de mis nenes se pasa rápido y quiero disfrutarla a pleno, porque ellos se merecen que yo sea, o al menos trate de ser, la mejor versión de mí que me resulte posible día a día. Y yo también me lo merezco.

Tengo que encontrar maneras de estar bien para ellos y estar bien para mí.

lunes, 28 de mayo de 2018

Lo bueno de que los hijos se enfermen

Necesito comenzar aclarando (y agradeciendo) que mis hijos tienen una salud de fierro. Incluso Quiqui, si definimos "salud" como la capacidad de recuperarse rápidamente y sin secuelas de las  distintas enfermedades. No puedo imaginarme que una mamá o un papá que están acompañando a sus hijitxs peleando contra una verdadera amenaza para sus vidas puedan sentir que hay nada bueno en ello. Crecí en un hogar con una hermanita que padecía una enfermedad crónica. Con las verdaderas enfermedades, con los accidentes graves, con que la vida de un hijo corra peligro, no puedo meterme a opinar.
Así que de ahora en más, sepan que cuando hablo de tener hijos enfermos, me refiero a esas enfermedades comunes que en algún momento les toca sortear a todos los chicos. Y que nos toca atravesar a tod@s en nuestro aprendizaje de la maternidad o la paternidad.

Ya he hablado en otra ocasión de que cuidar a mis niños cuando están enfermos es una de las cosas que hago peor. Siento que me falla la paciencia, que me desespero por verlos mal pero que a la vez, me irrita toda la situación, me pongo quejosa, me peleo más con mi marido, me angustio por tener que faltar al trabajo... en fin, creo que no soy la mejor madre en estos días ni mucho menos. En ese sentido, ser madre por segunda vez me ha dotado de algunas herramientas porque lo cierto es que mi hijito menor se ha enfermado con mucha frecuencia, sobre todo desde que asiste al jardín maternal. Pasó por todas las "-itis" que me acuerde... dos bronquiolitis, faringitis varias, otitis, conjuntivitis, neumonitis (¡en las vacaciones de verano!), dos gastroenteritis... justamente por estos días está cursando la segunda. Fiebres indeterminadas, tos, mocos, más una alergia al pescado que en su momento confundimos con una eruptiva (las únicas de las que viene zafando hasta ahora, toco madera).
Esperando que le haga efecto el inyectable.
El sábado pasado tuvimos que llevarlo a una guardia porque se puso mal, pero mal de golpe, y terminó vomitando todo ahí mismo, en la sala de espera. Hasta que no comprobaron que el inyectable funcionaba y que el gordo toleraba los líquidos, no me lo dejaron traer a casa -lo bien que hicieron, ya sé que la deshidratación en nenes chiquitos puede ser muy seria. Y acá estamos desde entonces. De a ratos le sube fiebre, de a ratos mejora y come con apetito las comiditas de dieta que le preparo: por suerte adora el arroz y la manzana rallada. De a ratos lo veo un poco más contento, con ganas de jugar, pero después se convierte en una suerte de koala de 12 kilos que se me cuelga encima lloriqueando y no me deja ni para que yo pueda ir al baño.
Me pone triste verlo apagado, molesto o chinchudo. Sufro pensando que él sufre. Me siento culpable por no poder dedicarme un poco más a Dani, que se lo viene bancando como una duquesa. Y también por dejar de ir a trabajar tantos días.
En esas estamos. Y quiero creer que, una vez más, esto va a pasar pronto. Que es cuestión de unos días más. Que no es grave. Otros papás y mamás no pueden decir lo mismo.

Entonces, en este panorama, ¿qué carajo podría haber de bueno? ¿Existe alguna ventaja en que nuestros hijos se enfermen? No sé si exactamente se pueden llamar ventajas, pero mientras espero que Quiqui se cure y nuestra vida cotidiana vuelva a su caótica normalidad, se me ocurre tratar de enfocarme en lo siguiente:
- Es bueno que, estando un hijo enfermo, yo pueda proporcionarle ese soporte emocional -¡y físico!- que tanto reclama. Si lo reclama es porque lo necesita, ni más ni menos. Si pasamos 5 horas en una clínica esperando que el gordo tolere líquidos y dos de esas horas pudo estar durmiendo, es porque yo lo tenía en brazos.
- Es bueno que las enfermedades comunes y benignas de los niños los fortalezcan, y esto se nota en el hecho de que cuanto más grandes, menos se enferman y menos días están enfermos cuando les toca.
- También es bueno que nos fortalezcan a nosotros, sus padres. La enfermedad de un hijo nos ayuda a aceptar las cosas que no podemos cambiar a la vez que a dar cuerpo y alma para mejorar lo que sí se puede. Nos ayudan a posponer nuestras propias necesidades y a darnos cuenta del profundo e incondicional amor que sentimos hacia esas criaturas, si podemos amarlos incluso en la convalecencia, cuando más insoportables se ponen...
- Lo mejor de que los hijos se enfermen es -obvio- que después se curen. Y cuando se curan, los valoramos más que nunca: su sonrisa después de que pasó el pinchazo, las ganas de jugar, de correr por la casa y de escalar muebles, su buen apetito, las siestas que ahora sí vuelven a dormir de corrido, las peleas entre hermanos o las cenas familiares compartidas.

Espero que pronto se pasen estos días y que esta enfermedad del gordo sea solo una anécdota más para su larga listita de -itis.
Mientras tanto, escribo.
Mientras tanto, aprendo.

viernes, 26 de mayo de 2017

Normalidad, bendita normalidad

Dos semanas sin escribir en el blog, dos semanas con hijos enfermos en casa. ¿Coincidencia? Nah, ya conté lo mala madre que soy con las enfermedades, cómo sacan lo peor de mí, de qué me iba a poner a hablar si todo mi ser estaba pendiente de que mi bebé de siete meses mejorara de su primera enfermedad, una horrible bronquiolitis (dentro de todo leve, por suerte). Y por estos días, cuando el gordito ya estaba convalesciente, cayó Dani -de nuevo en menos de un mes- con otitis.
Primero cayó Quiqui. Su primera vez enfermito.

No. Prefiero hablar ahora de lo mucho que se extraña la normalidad. Y de cómo no valoramos ciertas cosas hasta que nos faltan. Dicen los mayores que lo que importa es la salud. Cómo no la valoramos hasta que no la tenemos. En el caso de mi familia, tenemos que ser agradecidos de que solamente faltó por dos semanas.

Dos semanas encerrados en casa. Dos semanas sin plaza ni amigos, ni paseos al aire libre. Sin (casi) ver a nadie, más que a los abuelos y a la tía que se dieron alguna vuelta. Y no solo los chicos: los adultos también nos sentimos aislados. Hoy nada me pone más feliz que mirar por la ventana y ver que hay sol, y pensar que en un rato puedo ir con mis dos chiquitos recuperados a dar una vuelta por el barrio.
Dos semanas escuchando el coro nocturno de tocecitas. De no dormir de corrido más de una hora y media o dos (con suerte). De tener que encender la luz a la noche para poder hacerle el paff al bebé y de escucharlo llorar a gritos a las cinco de la mañana, rogando que su hermana mayor no se despertara también (a veces lo hacía). Hoy me parece una maravilla que mi bebé solo se despierte una vez de noche para tomar la teta, y que tranquilito se vuelva a quedar dormido.
Mis dos tesoros convalecientes. Hermosos pero ¡qué laburo!
Dos semanas faltando intermitentemente a mi trabajo, porque con el papá nos turnábamos para cuidar a los nenes. Justificativos médicos para que no nos descuenten los días, preparar actividades de antemano para la persona que me iba a cubrir, ver cómo se me acumulaban los pendientes y las correcciones. Hoy valoré más que nunca estar tranquila en mi aula con mis alumnos, dando la clase que tenía pensada y cumpliendo con mi tarea. Adoro mi trabajo. Adoro poder estar. Pero, bueno, a veces las prioridades cambian...

En fin, es la época del año, las enfermedades en los jardines de infantes florecen... me pregunto cuánto durará nuestra precaria normalidad. Mientras tanto, a disfrutarla.

martes, 1 de noviembre de 2016

Mi lado débil como mamá

Por supuesto que no hay madres perfectas, todas lo sabemos y lo repetimos "no puedo ser perfecta, no hay madres perfectas". Pero claro, las mamás ansiosas buscamos la perfección, aún cuando sabemos que no existe. Me reconozco como una eterna perfeccionista. Y, en lo que a maternidad se refiere, en estos casi cuatro años he conseguido sentirme orgullosa de algunos de mis logros como madre. 
Pero de eso hablaré en otra oportunidad.

Hoy me interesa más bien reflexionar sobre aquellos costados flacos, puntos débiles que también me encuentro. Ya a esta altura ni siquiera lidio por cambiarlos, sino simplemente por aceptarlos. Forman parte de mí como madre, hacen que sea una mamá normal e imperfecta como todas y el asumirlos me sirve para aceptarme como soy, relajarme un poco y disfrutar más de aquellas cosas en las que sí soy buena. ¿Y en las que no? Paciencia. Los hijos se crían igual. 

Ahora sí:

- Soy una madre terrible con las enfermedades. Obvio que cumplo con las tomas de remedios, las nebulizaciones, los turnos del pediatra. Pero no soy buena madre al lidiar con problemas de salud. Me cuesta ponerle onda, paciencia y amor. Nada de madre abnegada que se desvive al lado de su hijito en cama. Mi estado de ánimo oscila entre el negativismo catastrófico-hipocondríaco (del estilo "uh, fiebre, ¿será una eruptiva? ¿Será contagioso? ¿Será MORTAL?"), los ataques de llanto y de nervios a escondidas (de la niña, no del pobre marido que me soporta), y  ya cuando la criatura cursa la convalecencia, la resignación cínica-apática ("ponele la tele una hora más, no me la aguanto..."). No tolero los días (o semanas) con mi hija enferma. Con el más chiquito todavía no me tocó, pero ya van a llegar, y con los dos a la vez... tiemblo de solo pensarlo.
- También soy malísima con el encierro en días de lluvia. Se me ocurre que esto del encierro también me debe funcionar como factor contra las enfermedades. Y es que soy una mamá de plazas, parques, visitas y demás paseos, no me pidan que le ponga mucha onda a las tardes entre cuatro paredes. Un fin de semana largo con lluvia es una pesadilla para mí como madre. Reconozco que, a medida que mi hija mayor crece, juega más sola y podemos participar de juegos de mesa, que me ayude a cocinar, ver películas, etc. se me ha ido haciendo un poco más tolerable el quedarme en casa. Pero de todas maneras, las horas se me hacen chicle entre las cuatro paredes. Cosa que no me pasaba cuando me quedaba sola, sin hijos.
- Algo que me parece hasta menor y anecdótico si se quiere, pero no le doy demasiada importancia a la ropa que llevan puesta mis hijos. Ahora que Dani empezó a elegir, la dejo ponerse casi casi lo que ella quiere (y tiene mejor gusto para vestirse que yo). Pero nunca fui de tenerla emperifollada cual muñequita sino de caer en la comodidad de la tríada calzas-remera-zapatillas. Y la peino por una cuestión de higiene y de prolijidad mínima, pero no soy fanática de hacerle peinados (para eso tiene, por suerte, una tía muy creativa). Con respecto al abrigo, soy un poco más aplicada pero solo porque me obligo a mirar la temperatura en la tele antes de salir de casa y pensar "¿qué diría mi suegra si hoy la saco sin campera?". Además, mi mencionada fobia a las enfermedades de los hijos me funciona como motivación para no descuidarme tanto en este aspecto.

Y ustedes, mamás que me leen, ¿creen tener algún punto débil en su maternidad? ¿Cuál sería? ¿Les parece que es más importante reconocernos y aceptarnos así como somos, o por el contrario, que deberíamos trabajar precisamente sobre este costado por el bien de los hijos?