Perdón, chicos, hoy no fui la mejor versión de mí.
Hoy no les tuve paciencia. Es cierto que están demandantes, que Dani me contesta todo y que se le dio por volverse muy quisquillosa a la hora de comer. Es cierto que Quiqui no está acostumbrado a quedarse bajo el cuidado de mi mamá, su abuela a la que adora, y que con tantos juegos y risas se le pasó la hora de la siesta y se puso chinchudo. Pero nada de eso es lo importante. La adulta acá soy yo. Y fui yo la que no entendió que también ustedes se están habituando a que volví al trabajo, a que ya no estoy disponible todo el día. No pude poner buena cara ni decir las cosas con ternura.
Perdón, porque hoy estuve gritona. Los reté más de la cuenta. Exigí de más. Esperé que se pusieran a la altura de unas expectativas poco realistas.
Perdón, porque aún sabiendo que cada día de su infancia es único e irrepetible, y que a medida que crecen se alejan cada vez más, y que algún día extrañaré estos momentos que no vuelven, pese a todo eso, hoy no pude disfrutarlos.
Es cierto que la mayoría de los días disfruto de ser mamá más que de nada en el mundo. Pero también es cierto que hoy estoy cansada, mal dormida, tensa ante las caóticas semanas que se nos vienen encima hasta que la rutina vuelva a acomodarse. No solo no lo pasé bien con ustedes, mis hijos, no lo pasé bien con nada. Estuve todo el día esperando que las horas pasaran. Lógico, se me hicieron chicle. Ustedes, chiquitos, lo percibieron, absorbieron mi malestar. Y entramos en uno de esos círculos viciosos que supongo que toda mamá o todo papá padecen de vez en cuando.
Pero que solo a nosotros, los grandes, nos corresponde romper.
Por eso les pido perdón. A diario hago un esfuerzo por ser la mamá que se merecen.
Hoy, hoy no pude.
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